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Los políticos del odio, por René Gastelumendi hnews | Opinión


Cuando un político como Rafael López Aliaga, Nicolás Maduro, Donald Trump, Javier Milei, Daniel Ortega o Jair Bolsonaro utiliza la retórica del odio, su objetivo es deshumanizar al “otro”. Al no ver a los oponentes como personas con ideas diferentes, sino presentarlos como una amenaza para la nación o la sociedad, se facilita el uso de un lenguaje que, de manera simbólica, busca su eliminación del escenario político. El discurso polarizado recurre con frecuencia a metáforas de guerra y aniquilación para referirse a los adversarios. La táctica del “político del odio” es transformar al contrincante en enemigo; en ese proceso, el lenguaje se vuelve cada vez más extremo.

En el plano local, esta lógica se refleja en frases como “cargarse a Gorriti” o “muerte a Cerrón, muerte a Castillo”, pronunciadas por el alcalde de Lima que hoy encabeza las encuestas presidenciales para el 2026. Un auténtico profeta del odio: un odio envuelto en cáscara de amor y religión. Por eso, pese a haberse demostrado que era una noticia falsa, resultó tan creíble la circulación de un video del aún alcalde de Lima hablando de la desaparición de periodistas incómodos y diciendo: “Ya hay uno menos, es Chincha”. Es la narrativa en la que el triunfo de la propia causa implica la derrota total del enemigo, lo que puede incluir la desaparición de sus ideas o, en los casos más extremos, de sus representantes. Dentro de esos enemigos “piñata”, como el comunismo y la izquierda, estamos también los “tibios”, por la sencilla razón de que nuestra filosofía choca con la necesidad de certeza absoluta que exige el radicalismo.

Los liberales y progresistas —para todo propósito práctico, los “caviares”— buscamos promover el diálogo, la evolución social, la tolerancia y el cuestionamiento de las normas establecidas. Para la mente radical, que ansía un mundo en blanco y negro, la flexibilidad de estos ideales es una amenaza directa. El radical ve la negociación como cobardía, la tolerancia como debilidad y la duda como un defecto moral. Por ello, cualquier postura que no sea la suya es, por definición, “tibia”, pues carece de la rigidez y el compromiso total con las causas o anticausas que tanto valoran. La “tibieza” también es enemiga, y sé de ese odio porque lo he recibido a raudales.

A diferencia del “tibio”, que busca escapar de la incertidumbre, la personalidad del radical encuentra su propósito y su paz en la certeza absoluta. Es un ciudadano, un votante, que se protege construyendo un muro: un cerco ideológico infranqueable encarnado por un líder que lo exonera de su responsabilidad individual, incluso de la de informarse debidamente a través de diversas fuentes. Cass Sunstein, estudioso de la polarización, llama a estos espacios “cámaras de eco”: en la era digital, las personas eligen deliberadamente las fuentes de noticias, blogs o redes sociales que ya confirman sus puntos de vista. Esto crea un ciclo de sesgo de confirmación, donde al no existir opiniones opuestas, la gente se siente validada y se aferra más a sus creencias. A su vez, cualquier idea contraria es vista con hostilidad o silenciada, lo que refuerza la cohesión del grupo y su convicción en la “verdad” que sostienen.

Sigamos con el odio. Los políticos del odio explotan la inseguridad de quienes ven la adhesión política como un mecanismo de defensa frente a miedos existenciales. Estos seguidores buscan a gritos un culpable externo —el enemigo— para explicar por qué las cosas van mal. También hay un resentimiento latente: el del seguidor que se siente agraviado por la sociedad, la cultura o la política, ya sea el migrante, el gay o cualquier otro grupo. Percibe que su estatus, valores o forma de vida están bajo ataque. El político del odio le da permiso y justificación moral para canalizar ese resentimiento en insultos. Le dice: “Tu enojo es justo; tienes razón en odiar”. Y el líder se convierte en portavoz de su ira.


Fuente: La República

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